"Salomon saith. There is no new thing upon the earth. So that as Plato had and imagination, that all knowledge was but remembrance; so Salomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion."
FRANCIS BACON: Essays
LVIII.
Jorge Luis Borges |
The tale is portrayed as an autobiographical story narrated by a Roman soldier, Marcus Flaminius Rufus, in the ancient Egyptian town of Thebes, under the reign of the emperor Diocletian. A sleepless night, an obscure man, shredded in mystery, wounded, finds refuge in his camp, and on his death bed tells Rufus about a river whose waters bestow
immortality on whoever drinks from it. The river is nearby a place
called the City of the Immortals. Determined to find it, Rufus sets out
with his soldiers. The harsh conditions of the trip cause
many of his men to desert and eventually Rufus flees and wanders through the desert, to escape his own man's mutiny and plot to kill him.
Suddenly, as Rufus wakes up from a nightmare, he finds himself constrained in a small crevice on the side of the mountain. Down below, runs a polluted stream and Rufus jumps down to drink from it, after which he falls asleep with exhaustion. Over the next few days, Rufus begins to explore the surroundings, discovering the legendary City of the Immortals. While the city itself is abandoned, a community of cave-dwellers troglodytes inhabits the outskirts. The City of the Immortals is an incommensurable labyrinth with dead-end alleys and passages, inverted stairways, and many puzzling, nonsensical architectural constructions. Rufus, horrified and repulsed by it, describes the city it as "a chaos of heterogeneous words, the body of a tiger or a bull in which teeth, organs and heads monstrously pullulate in mutual conjunction and hatred."
Original Version in Spanish:
Suddenly, as Rufus wakes up from a nightmare, he finds himself constrained in a small crevice on the side of the mountain. Down below, runs a polluted stream and Rufus jumps down to drink from it, after which he falls asleep with exhaustion. Over the next few days, Rufus begins to explore the surroundings, discovering the legendary City of the Immortals. While the city itself is abandoned, a community of cave-dwellers troglodytes inhabits the outskirts. The City of the Immortals is an incommensurable labyrinth with dead-end alleys and passages, inverted stairways, and many puzzling, nonsensical architectural constructions. Rufus, horrified and repulsed by it, describes the city it as "a chaos of heterogeneous words, the body of a tiger or a bull in which teeth, organs and heads monstrously pullulate in mutual conjunction and hatred."
Original Version in Spanish:
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Carthapilus,
de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto
menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al
recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre
consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se
manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó
del francés al inglés y de inglés a una conjunción
enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao.
En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus
había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado
en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló
éste manuscrito.
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La
versión que ofrecemos es literal.
Que yo recuerde, mis trabajos comenzaron en un jardín de Tebas
Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin
gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que
estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a
muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron
vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a
los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la
misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el
triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación
me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos
y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no
dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco
antes del alba; mis esclavos dormían, la Luna tenía el mismo color de la
infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del Oriente. A unos
pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me
preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de
la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente,
el río secreto que purifica de la muerte a los
hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una
montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era
fama que si alguien caminara hasta el Occidente, donde se acaba el mundo,
llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la
margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, ricas en baluartes y anfiteatros
y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la
ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos
confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura
elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es
perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo.
En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los
hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes.
Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me
bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me
entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté
mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en
desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras
primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos
el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la
palabra; el de los garamantes, que tienen mujeres en común y se nutren de
Leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros
desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la
noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la
montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que
anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres
ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que en esas regiones
bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno
una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues
hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta
a la Luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas, otros
bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco
después, los motines.Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la
severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que
los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos)
maquinaban mi muerte. Hui del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En
el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha
cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo
enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed.
Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En en alba, la lejanía se
erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con
un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis
manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran
las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo
nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en
el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos
por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido,
sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente.
Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por
escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol
o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios
y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares,
análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena
había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos)
emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí
reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan
las riberas del golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me
maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta
pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos,
montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí
como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los
delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso,
incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena,
dejé que la Luna y el Sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas,
infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les
rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal
rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar - yo, Marco
Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma - mi primera detestada
ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba
dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los
trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían
contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme
de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la
declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y
de los pozos y miran el Poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para
suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas.
Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la
Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otro de ese
linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí
rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la
grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche,
pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra
de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la
novedad y el desierto, que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera
acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que
relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta
comparable a un acantilado no era menos ardua que sus muros. En vano fatigué mis
pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros
invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo
que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una
escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de
sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular,
apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un
laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a
través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la
primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi
ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no
había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya
causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua
herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré
increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve
puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí
caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia,
la atroz idea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no provisto muro me cerró el paso, una remota
luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en
lo altísimo, vi un círculo de luz tan azul que pudo parecerme
púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba,
pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de
felicidad. Fui divisando capiteles y astrálagos, frontones triangulares y
bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue
deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la
resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo
edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo
pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro
rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de
su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la Tierra.
Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me
pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio,
con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por
escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé
que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que
me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es
fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los
inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto.
Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban
locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que
era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la
impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable,
la de lo atroz, la de los complejamente insensato. Yo había cruzado un
laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y
repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su
arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En
el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin.
Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que
daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los
peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al
costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos
o tres giros,en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los
ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años
infestaron mis pesadillas; no puedo saber ya si tal o cual rasgo es una
transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta
Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y
perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y
el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en
el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de
palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan
monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas,
pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos
hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir
del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales.
Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá
voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas
que, en algún día no menos olvidado también, he jurado
olvidarlas.
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos,
recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro
podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del
último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado
en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como
letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan.
Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara;
después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra
lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual
excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las
trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego,
las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció
reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y
medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde
el suelo de la caverna, había estado esperándome. El Sol caldeaba la
llanura; cuando emprendimos el viaje de regreso a la aldea, bajo las primeras
estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa
noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a
repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo
primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo
último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre
sería superior al de los irracionales.
La humildad y miseria el troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el
viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y
traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar.
Los arbitrios, el rigor y la obstinaión fueron del todo vanos. Inmóvil,
con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba
inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la
arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él
giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche.
Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que
es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no
los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos.
De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes.
Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé
que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y
construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había
objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones
brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo, consideré
la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos
impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los
días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad
ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había
sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo
había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y
la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de
la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo
las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los
vívios aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a
quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía;
raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe)
de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y
olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de
Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el
estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le
pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le
era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán
pasado mil cien años desde que la inventé.
Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el
riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad
cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los
Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el
mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y
también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada
sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el
último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en
que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la
pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en
las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño.
También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió,
movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo
que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo.
Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron,
aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que
después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas
y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues
ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He
notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima.
Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración
que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan
todos los demás, en número infinito, a premiarlo o castigarlo Más
razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda,
que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la
siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de
siglos, la república de hombres inmortales había logrado la
perfección de la tolerancia y casi con desdén. Sabía que en un
plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras
virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda
traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los
juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así
también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el
rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las
Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz
obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta.
Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o
hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros
actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o
intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas
circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.
Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa,
soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es
una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó
vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la
piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra
margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía
lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda
pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo no era
más que un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de
unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie
quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a
él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos
restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo
goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales
eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie:
un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada
por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines
o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la Tierra. Cabe en estas
palabras Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna
región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número
de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará,
algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese
río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres.
Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan
puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el
rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable
y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el
eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel
presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay
cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una
sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial,
no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas del
Tánger; creo que no nos dijimos adiós.
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066
milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que
no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que
conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el
séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con
pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los
siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la
cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he
profesado la astrología y también en Bohemia. En 1683 estuve en
Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí
a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los
frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un
profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron
irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a
Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea 1. Bajé; recordé otras mañanas muy
antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre
y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un
caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar el margen,
un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me
pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la
preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me
repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el
amanecer.
...He revisado al cabo de un año, estas páginas. Me constan que se
ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos
párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del
abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que
todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no
en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más
íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal, porque en ella se mezclan los sucesos
de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el
nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes
ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es
el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace
mención expresa en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la
Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el
capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras
en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso
catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una
reprobación que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero,
que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras,
de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último
capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el
puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y
que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee
inter alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también en
Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de
haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero
luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la
suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón
elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran
patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por
Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de
otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma
bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que
recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso
(como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos 2.
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo
quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez
me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me
acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie,
como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.
Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el
más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A
coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del
doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos,
de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus
contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans,
de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot, y finalmente, de "la
narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer
capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en
el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una
epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw
(Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el
documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin,
escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo
quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue
la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros.
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